Podría escribir un libro entero sólo con las sensaciones de este camino, pero resumiré… de momento cuento sólo el primer día. Ya iré contando el resto. Lo bauticé como el Camino de la Humildad. El Camino de Santiago de Madrid se convirtió en una universidad donde la enseñanza del primer día fue totalmente práctica.

Después de mirar varias alternativas para el mes de marzo y dejar el Camino Olvidado para otoño, decidimos caminar unos días por tierras de Castilla. Simplemente echamos un vistazo a los perfiles de las etapas y pensamos que sería un cómodo paseo por la total ausencia de cuestas. Bien. Camino de Santiago de Madrid. Hicimos desde Segovia hasta Medina de Rioseco en provincia de Valladolid.

Llegamos a Segovia, dejamos bien aparcado el coche y nos pusimos a caminar. Llegamos a Zamarramala, un barrio a las afueras de Segovia, donde se encontraba el albergue municipal, nuevecito, a un par de kilómetros de la ciudad. La persona que hacía de hospitalero, del restaurante “La Alcaldesa” nos atendió de maravilla. Llegamos de noche. El hospitalero nos puso el primer sello en la carta de paso más bonita del mundo y muy felices nos fuimos a dormir en un albergue para nosotros solos, deseando que pasara rápida la noche para ponernos a caminar al día siguiente. Lo que no imaginaba es que esas tierras de Castilla se convirtieron en el camino más duro de mi vida, el camino que nos iba a poner al límite.

Amanecimos en Zamarramala, nos calzamos las zapatillas por supuesto sin goretex ni membrana similar y comenzamos a caminar por campos de cereal. El viento era terriblemente fuerte y frío. No era demasiado agradable caminar en esas condiciones, pero bueno. Es lo que hay. El Camino es el Camino y habíamos llegado hasta allí para caminar.  Es lo que hacemos básicamente los peregrinos: caminar. El viento no cesó en toda la jornada. Pasamos también por algunas zonas con árboles. Sobre no sé qué hora de la tarde comenzó a diluviar. Por supuesto nos pilló la lluvia por los campos de cereal, sin refugio ninguno.

Nuestras ropas eran impermeables, el pantalón de invierno de buena calidad, incluso lo he llevado en otras ocasiones nevando. Pero se empapó entero, por dentro y por fuera. El chubasquero al cabo de las horas tampoco resistió más. Todo el cuerpo mojado. Pero en realidad el problema no era la lluvia torrencial (he caminado otras veces mojada), sino el frío. El frío del viento hacía bajar la temperatura de los cuerpos empapados. Y nos limitamos a caminar. No podíamos hacer otra cosa.

Llegó un momento (y ahora cuento mi sensación, aunque la de mi compañero fue similar) en que ya no importaba que el camino estuviese inundado porque ya no nos podíamos mojar más. Atravesábamos las corrientes de agua que inundaban los campos y el camino con todo el cuerpo empapado y frío. El agua en algunas zonas llegaba casi hasta las rodillas.

Por eso sigo diciendo que a mí, en condiciones extremas, el goretex o membranas de este tipo no me sirven de nada. Porque cuando metes los pies en ríos hasta casi la rodilla lo único que haría que no se mojaran los pies, son botas de pescador de esas que llegan hasta las caderas. Y cuando no son condiciones extremas, no me importa tampoco que el pie se humedezca. Pero sin goretex, la zapatilla se seca antes. Y mis pies, afortunadamente y les doy gracias, son casi todoterreno.

Comencé a sentir una sensación muy desagradable en todo mi cuerpo. Comenzaron los temblores, comenzaron los pinchazos, comenzó el hormigueo… no sé en qué orden, pero muchas sensaciones físicamente desagradables comenzaban a amontornarse. Las manos  y los dedos no me respondían. No los podía apenas mover. Ni había lugar donde resguardarse, tampoco árboles. No podíamos parar porque si lo hacíamos el frío nos paralizaba.

Las manos no eran capaces de sacar el móvil del bolsillo para llamar a un taxi, o a la guardia civil o al 112 y menos aún de la bolsa que lo protegía. Ni siquiera era capaz de poder abrir la cremallera del bolsillo. Estaba prácticamente con las extremidades superiores paralizadas.

Lo único que podíamos hacer era seguir caminando, lo más rápido posible para llegar a algún lugar, al que fuese. O al menos, si no llegábamos a ninguna parte, no morir congelados. El propio movimiento era lo único que nos daba la sensación de mantenernos vivos. Yo soplaba a veces fuerte por la boca, como para intentar acelerar un poco el corazón o para sentir algo… intentaba cantar, pero no podía, intentaba gritar, pero no podía… Sentí la desesperación por el frío hasta casi el límite psicológico de abandonarme, de quedarme tirada en el camino.

El sonido del fortísimo viento tapaba al sonido de la lluvia. Y como iba con capucha siempre, durante casi todo el camino, era como estar viviendo en una irrealidad con un zumbido impactando en la cabeza a la altura de los oídos. A ratos mi impotencia y mis lágrimas se mezclaban con la lluvia, aunque tampoco tenía mucha fuerza para llorar. Pero entonces me acordé del control de la mente sobre el cuerpo, de todas esas teorías tan “molonas” que están muy bien cuando estás tranquilamente en casa o dando un apacible paseo por el campo o en un retiro de meditación.

Me acordé de Carlos, uno de mis maestros de Taichi y de cómo conseguíamos en clase notar ese calor saliendo de lo que en Chikung llaman el Tan Tien (el mismo punto que en yoga lo llaman Punto Hara). El centro energético, dicen. Durante mis meditaciones de niña, meditaba mucho en ese punto. Si de algo tenía que servir toda esa práctica, ahora era el momento de la verdad.

En una situación que percibimos como límite podemos reaccionar de muchas maneras. Incluso nos podemos paralizar. Para mí aquella situación era límite. Barajé varias posibilidades, incluso dejarme caer al suelo y abandonarme a los elementos. Supongo que el instinto de supervivencia, lo que yo llamo El Clímax del Caminante, es lo que nos hace intentar sobrevivir. La única opción en esos momentos era la meditación.

Ahora era el momento de comprobar si en una situación que yo percibía como extrema, era capaz de sentir ese calor que podía sentir en las clases de taichi. Sobre todo lo que pretendía era poner toda mi atención mental en algo, para intentar no percibir ese frío y esa rigidez que me estaba matando.

Ya no había nada que perder. Me concentré en ese punto, intenté que saliera calor de dentro, imaginé que tenía calor, imaginé que mi cuerpo estaba caliente, rodeado de luz de color fuego.

Creo que eso fue lo que me ayudó a llegar al albergue.  Conseguía por momentos sentir ese calor. Conseguí después entrar en un estado de meditación mientras caminaba. No notaba las piernas, no sentía mi cuerpo, pero los pies seguían andando.

Llegamos por fin. Tarde, empapados, entumecidos  y vivos al albergue de Santa María la Real de Nieva.

El teléfono del hospitalero estaba apuntado en la puerta. No éramos capaces de sacar el móvil del bolsillo para poder llamar. Finalmente lo conseguí refugiándome en el portalito. Vale, ahora tenía el móvil en la mano, pero los dedos no eran capaces de desbloquear la pantalla… sensación de impotencia total. Nunca en mi vida había tenido esa sensación de incapacidad física.

Finalmente lo conseguí, pude llamar al hospitalero. Me dijo que en 10 minutos llegaba al albergue. Me derrumbé, apoyé la cabeza en la puerta y me puse a llorar hasta que llegó el hospitalero. El Camino de Madrid cumplía nuestra primera etapa. El Camino de la Humildad ya era una realidad.

No suelo criticar nunca a ningún hospitalero, porque gracias a ellos los peregrinos podemos descansar. Porque la gran mayoría de hospitaleros que me he encontrado en todos los caminos son personas maravillosas, son ángeles del Camino. Pero este señor que lleva este albergue… creo que me hubiese resultado más cómodo que me hubiese atendido un robot, así no hubiese echado de menos algo de calor humano. Tal vez a él también le hubiese ido bien hacer este camino de la Humildad durante alguna etapa.

Mi compañero y yo estábamos destrozados, al límite físico por hipotermia y ni siquiera un gesto protector. No, no me gustó nada. No deberían haber hospitaleros así. Los hospitaleros aman el Camino, son empáticos y acogen al peregrino. Este señor no. Nos dio las normas del albergue (no sé por qué se molestó si tiene puestos en el interior del albergue al menos 10 folios con normas de utilización).

En cuanto el señor hospitalero salió por la puerta, intentamos quitarnos la ropa empapada, pero no podíamos. Intenté bajar la cremallera del chubasquero de mi compañero con los dientes, pero ni así. Él tampoco me podía ayudar a mi. Estábamos igual de paralizados por el frío.

Hasta me costó abrir el grifo para que saliera el agua caliente. Pero lo conseguí. Y sí, salió. Salió el agua caliente. Y cuando mis dedos comenzaron a recuperar la sensibilidad y a notar el calorcito me puse a llorar otra vez. Jamás en mi vida me he emocionado tanto al sentir el calor del agua. El agua caliente en las manos me estaba devolviendo poco a poco a la vida.

Cuando recuperé la movilidad, ya pude quitarme la ropa y meterme en la ducha. Al desnudarme comprobé que mis piernas estaban completamente rojas, como quemadas por el sol. Supongo que por efecto continuado del frío. Me metí en la ducha, agua caliente… otra vez a llorar. Seguía recuperando la vida que el frío se había empezado a llevar hacía horas.

Mi compañero reaccionó de otra manera. Él se agobió y no se quiso ni duchar. Se cambió de ropa, se acercó a la calefacción, se puso la seca y no se duchó. Dijo que ya se había mojado bastante jajaja. Es curioso cómo cada persona reaccionamos diferente ante una misma situación que ambos percibimos como “extrema”.

Normalmente, en mi vida diaria, cuando me ducho intento no malgastar agua. En esta ocasión me recreé en la ducha hasta que todo mi cuerpo recuperó más o menos toda la sensibilidad. Me puse pantalones secos que llevaba en la mochila (los que utilizo para dormir y para el albergue) y me envolví en una manta, aunque seguía tiritando.

Poco a poco se me fueron pasando los temblores y recuperé la calma.

Ya en calma, nos fuimos al bar del pueblo. Entramos en el bar, se sentía el calorcito. Y de repente, en un momento entré en un estado extraño de amnesia. Sólo recuerdo el reloj del bar. Pero de repente no sabía quién era, ni qué hacía allí ni qué era ese bar… fue como una especie de irrealidad que me duró poco tiempo, tal vez pocos segundos o algún minuto… mi compañero no se dio cuenta de qué me ocurría, supongo que estaba comiendo, deleitándose con algún manjar cárnico o similar. No perdí la consciencia, pero sí la memoria. Me resultó extraño y algo angustioso.

De repente me di cuenta de dónde estaba otra vez, de lo que había ocurrido. Simplemente tuve un miniepisodio amnésico. Después le conté a mi compañero. Ya no volví a encontrarme mal en todo el camino. Tiempo después lo comenté con mi profesora de psicología. Me explicó que pudo ser una pequeña amnesia por la situación vivida, o una especie de estado de shock. En todo caso, nada grave. El cerebro tiende a protegerse de varias formas cuando pasamos por malos momentos.

Todo esto sucedió el primer día. Al día siguiente, la ropa y las zapatillas se habían secado gracias a la calefacción.

Se me ocurrió bautizar este camino en esta primera jornada como El Camino de la Humildad porque me ha demostrado que por mucha experiencia que tenga en rutas, en caminar con frío o con calor, en llevar ropa técnica, térmica, impermeable, etc… nada, absolutamente nada es capaz de frenar la fuerza de los elementos. Viento fortísimo, frío, lluvia y granizo en una combinación perfecta para demostrarnos que somos muy vulnerables. Que la naturaleza manda. Ella, si quiere, nos borra del mapa en pocos segundos.

Creo que ha sido el camino más “duro” hasta el momento. También el más reflexivo y meditativo.

Gracias Camino. Gracias Vida.

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Vídeo del Camino de Santiago de Madrid

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